Imagina que en algún lugar existe 
un gran reloj que solo late 365 veces.

Ni una más, ni una menos.
Cada mañana, un latido.
Y nada puede detenerlo.
Miro el calendario y ya vamos
por el latido número 193.
Uno cualquiera, dirías.

No es redondo, no tiene nada especial.
Los más cínicos dirían: insignificante.
Y aun así, no volverá a repetirse.

Nunca.
Quedará guardado en algún rincón:
en un archivo viejo,
en trazos de tinta,
en una sonrisa cálida,
en el pan recién hecho,
en el olor a tierra mojada,
en un árbol plantado,
en un abrazo,
en unas fotos,
en una tripita,
en una videollamada,
en una puesta de sol,
en algo que dijimos
y en algo que preferimos callar.
Y luego desaparecerá…
…hasta que llegue
otro día a ocupar su sitio.

¿Y nosotros?

Seguiremos creyendo
que todo esto no se acaba,
aunque sabemos que sí.

Como si la vida fuese solo un ensayo,
y no la única función que tendremos.
Qué cosa tan extraña, ¿no?
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